viernes, 30 de octubre de 2009

La siesta

Hola lectores
Desde un día azul de primavera les envío "La siesta" Un cuento breve que ocupa de un pantallazo las horas de la siesta, donde un niño más que dormir, despierta.

Vieron que siguen con lo de maradona ¿usted no se pudrió todavía? Ahora Dolina lo defiende (Todos se prenden de esta teta abastecida por nuestra sociedad). Tal vez uno no se pueda defender de la metralla periodística, que te aparece por todos lados. Pero por lo menos, sepamos de qué se trata. Maradona fue un héroe pero hoy es un negocio que alimenta la sociedad de consumo.
Un abrazo
Pascual



LA SIESTA



Mi Abuela regenteaba una casona grande que había colmado de hijos. Después, cuando estos crecieron y buscaron su propio rumbo, ella la llenó de pensionistas que atraía con dos de mis tías solteronas.

Como no era un conventillo, había reglas estrictas para cumplir. Una era la hora puntual de sentarse a la mesa y la otra, las horas de la siesta.

Yo solía pasar hasta más de un mes con mi Abuela, porque mi madre era bastante salidora y esas cosas. Así que por lo de sentarme a comer no me pesaba, al contrario, la Abuela sabía guisar. Lo que sí, la siesta era un suplicio para mí, a esa hora mi niñez quería desplegar las alas y no la dejaban. Me la pasaba observando el cielorraso, las telarañas, la araña en su columpio, las grietas del empapelado y cuanta cosa extraña apareciera a mi vista.

Un día, a consecuencia de mi vejiga hinchada y un viaje al fondo de la casa, descubrí que la siesta era solamente un telón; el telón de una obra teatral en la que todos querían ser protagonistas:

Mi Tía Rosa se acostaba con el panadero; un pensionista que repartía el pan de la Panificación Argentina y mi Tía Mercedes la espiaba con las manos entre las piernas.

De a poco fui descubriendo entre bambalinas un recorrido para hacer en puntas de pie. Carlino, un gordo reparador de cocinas y estufas a kerosene, arrimaba una silla al paredón del fondo para robar los limones del vecino. El flaco Billar, se subía a la terraza y bajándose los pantalones tenía la manía de tomar sol en las bolas, Reneé, la flaca que trabajaba en el “Marabú” cubría a escondidas la entrada de algún cliente y la Abuela gorda, que tantas veces había oído roncar, se me había enamorado de don Pablo, un viejo raquítico que la montaba sin dejar de sostener la pipa entre los dientes.

El asunto es que todo el mundo vivía la siesta a su modo...Y yo…, despertaba.

Pascual Marrazzo ©

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