viernes, 21 de agosto de 2009

Entre dos puertos

Hola amigos
Desde un día gris y frío de invierno, les envío "Entre dos puertos" Un cuento de culpas y desaciertos que nos impone el camino de un espiral, para hacernos desaparecer en el arrepentimiento.
Un abrazo
Pascual



ENTRE DOS PUERTOS


Las amarras se soltaron del puerto de Marsella y un grito mudo partió de mi pecho. La sirena del remolcador aulló por mí, una y otra vez, acompasando el grito silencioso de mi corazón.

Adrienne estaba en el muelle. Primero se empequeñecieron sus ojos, luego la figura de la manito del adiós, más tarde desapareció en la niebla. Ahora el remolcador también nos soltaba sus amarras y nos despedía en el mar abierto del Mediterráneo. Una negra y espumada humareda comenzaba a salir de nuestra gigante chimenea, dejando atrás una serpiente encabritada por el abandono.

Una voz grave de sirena, una voz mayor comenzó a anunciar la presencia de nuestra propia nave. Los húmedos jirones de blanda neblina huyeron despavoridos dejando nuestro paso marcial en libertad.

Cuando el sol dejó de ladear la sombra y el horizonte era una línea de trescientos sesenta grados; el mar se transformó en el lugar ideal para festejar el artero triunfo de la soledad.

Los días pasaron y, curiosamente, la partida comenzó a convertirse en el regreso. Esperaba que Helena no se haya resignado a mi ausencia y poder barrer la desesperanza que adiviné en su corazón cuando la abandoné.

Un puerto que se desdibuja y otro que comienza a tomar forma, disimulan la casualidad de un elaborado encuentro. Cartas perfumadas y arrugas de lágrimas (“no es cierto que no te quería, porque rehuía tus besos, es que me pinchabas con tu barba”). El único alivio era la falta de estafa; nunca me llevé nada, sólo mis recuerdos (tesoros de mi mente, cada uno de los latidos de su corazón), pero esto no alcanzaba. A veces dejar algo, dejar todo, es solamente una trampa inconsciente; un lazo solapado, el miedo de perderse en la memoria del otro.

La noche no me permitió ver nacer las islas en el horizonte, pero la mañana me mostraba uno de los ojos de Grecia en toda su dimensión y cerca del mediodía ya se podía divisar El Pireo, puerto Ateniense que se abría al mar Egeo.

Fue un triste desembarco, como todos los que no tienen alguien que los espere. En el departamento encontré mis cosas y una carta de despedida. No de mí, sino de la vida misma. Algunos meses después supe que Helena se había arrojado al mar.

No fue mi decisión, sino las circunstancias las que me llevaron por primera vez a cargar todas mis cosas. Ahora era yo y mis pertenencias materiales. Mientras repasaba notaba que más allá de un simple adorno, cuadro, ropa o libros, había una pequeña historia (“este chaleco me lo puse cuando la besé en la frente” – “el libro que leímos juntos bajo el olivo”) Lo material me atosigaba de recuerdos; me pesaba en los brazos, en las piernas y en el alma.

Me urgía volver, recomponer rápidamente mi relación con Adrienne, pagar mis pecados. Pedir perdón con sinceridad y responder con amor.

De El Pireo salí un día de cielo azul y verde mar como en las poesías. El humo de la chimenea ya no era una serpiente negra, era un vapor gris que se transformaba en una nube de despedida y buenaventura. Tenía una inmensa necesidad de vivir cada momento (“lo único que no se puede ahorrar es la vida”) Había decidido, por primera vez y por anticipado, ser feliz.

Pasaron unos días y el mar volvió a rodearnos con la línea horizontal. Un presentimiento me atrapó junto con el aviso de presentarme al Capitán.

El telegrama era claro:

“Supe lo de Helena. Lo siento, no quise terminar igual, ayer me casé con Rudolf. – Adrienne”.

Ahora me encontraba en el lugar exacto, en cuerpo y alma, en la soledad de una estela de agua que me llamaba. Me empujaba al encuentro con Helena y con la fuerza de querer encontrarla giré en el remolino de la hélice, rumbo al cielo, sin llevarme nada.

Pascual Marrazzo ©

No hay comentarios:

Publicar un comentario