jueves, 3 de febrero de 2011

Liberando al amor

Hola lectores

Desde una tarde gris, apaciguadora de calor, les envío “Liberando al amor” Se trata de un amor, que dueño trata de salvar de la muerte. Es una mezcla de cuento y raye.

Un abrazo

Pascual


LIBERANDO AL AMOR



El horizonte se tambaleó y mi equilibrio serpenteó entre la locura. Recordé la catástrofe, el terremoto de San Juan, pero el eructo me acomodó la comprensión y me di cuenta de que tenía una borrachera de vino y sentimientos. Dos luces intensas y el chirrido de unos frenos se apagaron junto con la lamparita de mi cerebro.

Desperté entre el dolor de cabeza y un denso embotamiento sin poder interpretar el día o la noche. Huérfano de puerto y mujer se me fueron abriendo las cortinas del entendimiento. No estaba en mi cuarto, un retrato en la pared con una enfermera que pedía silencio me ubicó en un hospital. Los dolores eran soportables a los movimientos y eso me fue tranquilizando, estaba entero. Pero a medida que avanzaba mi lucidez mi corazón se iba llenando de espinas, penetraban los recuerdos que me amarraban al amor y las cadenas me volvieron a arrastrar dentro de la tempestad de la pasión.

Como si fuera un sueño comenzaron a desfilar los fantasmas que desacomodaban mi mollera y las noches de tormenta no se hicieron esperar. Prisionero de un amor equivocado (peligro de adolescentes) a los sesenta años, duele.

Mi carcelera es una mujer incapaz de darme la libertad, se adueña de mis noches y mis días. Altiva belleza que no me permite soñar con otro amor y me somete sin piedad al mayor tormento: el de un amor no correspondido; pero sí alentado. Alentado como un juego feroz, mechado de delicias mansas en atardeceres aplacados. Mezquino de encuentros y cruces de miradas, embargado de besos silenciados en un pecho desierto. Herido como un toro por el banderillero que no mata y desangra. Si tan sólo supiera que ella me hundirá la espada en algún momento, entonces se aliviaría mi dolor. Pero lo cierto es que la soberbia, sólo por jugar a la tigresa, espera mi último aliento para derramarme un poco de encanto y volverme a la vida. Deseo la muerte como gloria y no me muero por no dejarla. El amor es lo único que no se puede matar, es eterno. La salvación es cambiarlo de lugar, pero cómo, si mis ojos no la ven más que a ella y si no está me enfrento a la oscuridad. Sin ella soy un ciego en busca de esa diosa odiosa y querida hasta la continuidad de las lágrimas. Porque no puedo dejar de llorar, es una agonía infinita que no entiende razones. No hay consuelo para el despecho, las alegrías no entran en la casa de la tristeza y la muerte de los enamorados no se festeja.

Pero el amor es inocente y renace como una hierba entre dos baldosas. Se acoda en cada una de ellas y abre las entrañas de la tierra con su tierno tallo perfumado. Cura la agonía partiendo en un caballo alado, en bicicleta o a pie. Corre a un nuevo encuentro y se zambulle en el polen de otra flor. Muestra las heridas y se entrega como si fuese un paciente. La cura llega con una mirada de mujer, que en principio entrega su corazón de madre piadosa, me dice que me porte bien, que me voy a sanar pronto. Va y viene con su blanco delantal, me recuerda a mi maestra de sexto. Tiene los ojos celestes, tan claros que parecen transparentes y entro en ellos para tocarle el corazón. Es una sensación quijotesca que pretende conquistar con el silencio un vasto continente. Pero el resultado es real, mientras una de sus manos toma la temperatura de mi frente la otra entrelaza los dedos de mis palmas ansiosas. Así llego a los límites imperdonables, al éxtasis de la muerte y caigo, me sumerjo, vuelco como un velero en el mar de su mirada. Dejando el amor… a salvo.

Pascual Marrazzo ©

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