lunes, 6 de septiembre de 2010

Las monedas

Hola lectores

Desde un día gris brillante de invierno y durazneros florecidos, les envío “Las monedas” Un cuento interrogante hasta el final, donde la imaginación de cada lector retoza por todo su jardín.

La Casa del escritor tiene vestido nuevo para recibir el nuevo aniversario de la Ciudad.

Un Abrazo

Pascual


LAS MONEDAS


La mujer tendría entre sesenta y cinco a setenta años y no presentaba signos de ancianidad, salvo las arrugas de su cara y la piel suelta del cuello que disimulaba con un pañuelo. La ayudaba su flaca elegancia, los tacos altos y una esmerada producción que sólo exageraba la pintura de sus labios.

Era su costumbre depositar en su cuenta bancaria todos lo lunes, pero lo que la distinguía, era que una parte importante del dinero lo hacía en monedas variadas. El cajero del banco había intentado enterarse de su actividad con preguntas de:

- ¿Cómo va el negocio?

- Bárbaro, mientras venga a depositar, no me puedo quejar – contestaba ella sin agregar más.

La intriga fue creciendo, junto con la amabilidad que semana tras semana se convirtió en confianza.

- ¿A qué se dedica, Doña Luisa? – preguntó él.

Ella miró para ambos lados, para cerciorarse de que nadie la pudiese escuchar y acercándose lo más que pudo a la ventanilla le dijo:

- Soy Prosti.

- ¿Es qué?

- Prostituta hijo, prostituta.

El muchacho sonrió y se sonrojó un poco, avergonzado por la respuesta de la mujer, interpretando que quería mantener su privacidad. No había estado bien preguntarle por sus actividades. Además, qué le tenía que importar a él, seguramente sería dueña de una agencia telefónica donde se manejan muchas monedas. Era evidente que la familiaridad adquirida le permitió a Doña Luisa contestarle de esa manera. Pero ahora era ella la chanceadora y le preguntaba:

- ¿Dime Carlos, eres casado?

- Acabo de ser abuelo.

- Pero si eres un niño.

- Voy para los cincuenta.

- Yo tengo setenta y dos y gracias a Dios, todavía me la rebusco.

El tiempo corría y con él crecía la confianza, hasta tal punto que un día de lluvia Carlos le hizo un comentario por las “tortas fritas” y ella lo invitó a su casa a tomar unos mates. Él aceptó, le agradaba esa mujer, pero en su interior seguía la curiosidad de saber de donde venían esas monedas y tal vez llegando a su casa o a su negocio se sacaría esa picadura que da la curiosidad.

La casa de Doña Luisa era modesta, adornada de glicinas, hortensias y malvones y un cálido perfume a antigüedades desparramado en su interior. Todavía mantenía la cocina económica de hierro donde en una cacerola de barro nadaban las crujientes tortas fritas.

Ella era una mujer inquieta y conversadora, contaba y preguntaba. Tanto, que cuando se despidió parecía que se conocían de años. Doña Luisa le dio un beso en la mejilla y luego le limpió la marca labial con un pañuelo:

- Para que no le tengas que decir a tu mujer que te besó una vieja – le dijo

- Gracias Doña Luisa, las tortas fritas y los mates estaban increíbles.

- Todavía no probaste lo mejor de mí, se hacer otras cosas también ¿Qué te crees vos? Cuando haga niños envueltos te voy a avisar.

La esposa de Carlos era empleada de comercio, así que no pudo notar el espacio de ausencia de su marido y éste no comentó la visita. No sabía cómo decirle a su esposa que había estrechado un vínculo con una clienta del banco y era difícil transmitir que sólo le importaba saber de donde provenían las monedas. Por otro lado ya no estaba tan seguro de que ese fuese el motivo principal.

Ahora sabía menos que antes, porque nada de lo imaginado existía, no había negocios ni indicios que indicasen la proveniencia de las monedas. Doña Luisa era viuda y cobraba dos jubilaciones. Pero las semanas se sucedían y las chirolas seguían apareciendo.

Un lunes, las monedas superaban los depósitos normales que hacía Doña Luisa y Carlos casi sin darse cuenta exclamó:

- ¡Cuántas monedas que trajiste hoy!

- ¿Viste cuántas? – dijo ella.

Pero a la exclamación de Carlos se le agregaba una cara de súplica, como diciendo: cuéntame de una vez de dónde sacas tantas monedas. Ella, que cada día lo conocía más, se dio cuenta y como aquella primera vez, mirando previamente a su alrededor se acercó lo más que pudo a la ventanilla y le confesó:

- Tengo un cliente que es colectivero y esta semana me visitó tres veces ¿Qué te parece?

Carlos se volvió a sonrojar, sintió vergüenza, pidió disculpas y volvió a reprocharse: ¿Por qué se habría metido nuevamente, le debería importar realmente de donde provenían las monedas?.

- Está bien, “no hay problemas”, como dice la muchachada de ahora, pero eso sí, mañana te venís a comer los niños envueltos que te voy a hacer. Ah, y de paso, te voy a mostrar la alcancía.

Él la acompañó con su mirada incrédula. Ella, coqueteándole a la vida se retiraba paseando su vieja juventud, como si muy pronto fuese a recibir un premio.

Pascual Marrazzo ©

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