jueves, 23 de abril de 2009

The pampean gaucho

Hola lectores
Desde un día agrisado de otoño, les envío este cuento, pero con una aclaración que vale (porque no soy racista). Fue escrito cuando Todman (no sé si lo estoy escribiendo bien) era embajador de EU en Argentina. Un hombre de raza negra que se destacó por su injerencia continua, pero más que eso demasiado pública. Aclaro esto porque no quiero que lo confundan con el actual Presidente Obama, que merece todos mis respetos y ojalá tenga el mejor de los éxitos. Lo demás, pasaba y los que tienen memoria lo recuerdan.
Un abrazo.
Pascual


THE PAMPEAN GAUCHO

Liberato Pereyra era un gaucho argentino de raza (como diría un afamado periodista) Entró al boliche con ese aire de superioridad machista, con estilo taimado y misterioso.

Aunque a él le gustaba mucho más la ginebra o la caña, temiendo parecer menos que cualquier otro gaucho del lugar pidió un whisky en las rocas, con ese acento que nos dan los doblajes de la televisión. Cuando le sirvieron, se acodó en la barra y achinó los ojos como para espiar por ellos y luego de una recorrida visual de la paisanada comenzó a masticar el agua crocante de los rolitos hasta llevarse la frescura en las tripas. Había que tener estas mañas para hacerle frente al calor del verano; la corriente eléctrica era extremadamente cara en esos pagos y nadie quería poner el acondicionador.

Liberato secó el sudor de sus manos en el jean usado recién llegado del primer mundo y salió del boliche arrastrando las pisadas. Al estilo de algún viejo antecesor que añorara las espuelas; montó la Kawasaki y como si fuese a tirar de las riendas, clavó el talón de la Niké en el hijar del cambio y salió arando la calle polvorienta en una sola rueda.

El camello más famoso del mundo estampado en su camisa blanca, flameaba como una bandera victoriosa que había conquistado las pampas.

Era domingo y el Liberato iba a la estancia Saint Patrick a rescatar a su novia; ella se llamaba Prudencia Argentina y era lejos la más linda del lugar. Asediada por el capataz, un gringo llamado Wilson, se vio en la necesidad de pedirle al Liberato que la enancara, antes que la privaticen como a las otras chinas mozas y guapas de la estancia.

Cuando el Liberato llegó, la peonada estaba jugando al béisbol, dejando el casco del rancho despejado. Hizo relinchar el motor varias veces para alertar a la Prudencia, pero no se asomaban ni los perros. Las risotadas de Wilson fueron el presagio de su mala fortuna. Desbraguetado, despeinado y con su cara de prepizza sin hornear el colorado le mostró que la Prudencia había perdido el apellido y a su nombre antepuesto el made in. Se plantó amenazante con la mano apoyada en la culata del Colt y le increpó: Llegaste tarde Liberto (así le gustaba llamarle).

Liberato había heredado la astucia gaucha y sabía que no era momento de arremeter, se sacó el gorrito de la Esso y girándolo en sus manos sumisamente le dijo al capataz sin darse por aludido de su verdadero dolor: -- ¿Sabe lo que pasa Don Wilson? Es que estas motos japonesas cada vez vienen más malas vio.

El colorado quedó perplejo por la candidez del muchacho y aflojó su postura para trenzarse en un coloquio de antipatía nipona. Sus manos se despreocuparon del Colt y se extraviaron en palmadas sobre la espalda de Liberato. Éste arqueó su cuerpo ligeramente hacia atrás y una de sus manos se aferró a la empuñadura, como si fuera el mango de plata del talero o del cuchillo, pero en su mano apareció esa metralleta corta que abotonó el pecho del colorado.

Liberto y Prudent, como les llamaba el gringo, escaparon hacia el sur, habían escuchado hablar de la Patagonia, una colonia nueva y promisoria, que tenía un Virrey negro.

Pascual Marrazzo ©

Del libro “Los Cuentos de Pascual”




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