martes, 8 de septiembre de 2009

Jamona

Hola lectores
Desde un martes brillante de invierno, les envío "Jamona" Un cuento inspirado de otro cuento, escrito por Voltaire, "Cándido", pero totalmente diferente.
Estuve pensando mucho en estos días, sobre algo que me dijo mi teacher de english.
¿Cómo puede ser que al chupete lo hayan denunciado por pagarle en negro al jardinero, por dar una orden de represión, etc. Y nadie lo culpe de haber dejado que René Favarolo se suicide?. Duele no es cierto?.... Un abrazo pascual


JAMONA


Jamona: Dícese de la mujer que ha pasado por la juventud y es algo gruesa.

Se llamaba Hortensia, y era mora la sangre que había triunfado en su cuerpo. Se había embarcado en La Santa Trinidad y pagaba su viaje como lavandera de la tripulación y toda labor en cubierta. Los marineros la llamaban Jamona, por su edad y grosor, pero lo cierto es que Jamona no podía bajar a las bodegas ni entrar en los camarotes, pues en su cuerpo generoso y bonito había un culo desproporcionado que le dificultaba la entrada. Tenía que dormir en cubierta.

Como médico de a bordo, no tenía trabajos manuales ni definidos, por eso el Capitán me había encomendado el cuidado de Hortensia. Por suerte cruzábamos la calidad del verano y un par de mantas bastaban para que ella y yo, no pasáramos frío. Si teníamos peligro de tormenta nos atábamos al palo de popa, que era donde estaba el timón y el piso más alto.

Esta bonita mujer, que se hacía querer por su valentía y su honestidad, le había bajado el copete a más de un marinero de un moquete o directamente los tomaba de los fundillos tirándolos al agua. Pronto se ganó el respeto de la tripulación y cierta admiración.

Se podría agregar que los habitantes de la Santa Trinidad comenzamos a mimarla sin intenciones. Creo realmente que el viaje hubiese concluido sin contratiempos de no mediar una calma chicha de más de treinta días.

La Santa Trinidad lucía sus tres crucifijos, uno tras otro, como implorando un soplo de Dios. Teníamos agua acumulada de las lluvias, pero no había que comer y el hambre dolía.

Yo había leído el “Cándido” de Voltaire, donde en una situación como ésta, los marineros habían hecho milanesas con las nalgas de una vieja y ésta había sobrevivido. Cada vez que observaba a Jamona, me venía ese recuerdo entre la vergüenza y el malestar de las tripas. No sabía muy bien cómo abordar esta situación y se me ocurrió una idea: busqué entre los libros de mi baúl y lo encontré. ¡Ahí estaba el “Cándido”!. Con algunas hojas sueltas ¡Pero completo!..

Subí nuevamente a cubierta y me enfrente a ella:

- Jamona, me gustaría que leas este libro, es muy importante.

- No soy muy buena para la lectura. Pero además estoy preocupada por mi comprometido.

- No sabía que tenías un novio.

- Me está esperando para casarse, nos comprometimos por carta. Quiera Dios que no se canse de esperar y además que yo le guste.

- No tienes que tener miedo, eres muy guapa y trabajadora.

- ¿Crees que al hombre le importará mucho eso, o cuando me vea este culo saldrá corriendo?.

- Te prometo que si lees este libro, tal vez se solucionen todos los problemas, los tuyos y los de todos.

- Pues si es tan importante, lo he de leer.

Al no poder navegar, los días se hacían largos y tediosos. El Capitán había dado órdenes precisas para no gastar energías y esto contribuyó para que Jamona tuviera lista su lectura por la tarde del día siguiente.

- No pretenderás rebanarme el culo – me lo dijo con lágrimas en los ojos.

- No Jamona, te juro que sería incapaz de hacerte daño. Sólo quiero que me escuches atentamente y que no tengas miedo, que no propondré nada sin que tu quieras.

Le comenté que lo que ella había leído era una atrocidad, pero que yo me animaba a sacarle dos rodajas, una de cada nalga, como si fuesen gajos de naranja y lo suficientemente grandes como para armonizar su cuerpo. Que pensara en todos nosotros y en ella misma. Que valía la pena conservar la vida y ayudar en una causa que podría terminar horrorosamente si no lo hacíamos a tiempo. Que iba a ser prudente y la cosería lo más prolijamente posible para que no le quede una marca grosera.

Al otro día Jamona me confesó que estaba dispuesta. Ella era muy buena y nunca pude saber si lo hizo por nosotros o por ella, de todos modos eso no importaba.

El primero que lo supo fue el Capitán, que quedó impresionado y agradeció a Jamona semejante sacrificio. Luego reunió a la tripulación y le dio la noticia. Todos despertaron de su letargo y al momento comenzaron a corear su nombre.

No perdimos el tiempo, inmediatamente comenzamos con la limpieza, esterilización de las agujas y la navaja. Pude convencer al marinero que reparaba las velas para que me ayudara, pues había notado en él una excelente habilidad para coser. Jamona eligió la emborrachadura del opio y se puso a fumar, luego la atamos a la mesa boca abajo y le apretamos lo más posible un cinturón debajo de la cintura para que se le duerman las nalgas y las piernas. Cuando todo estuvo listo y el sol no molestaba, comenzamos. La operación se realizó a cielo abierto, con la presencia del Capitán y la ayuda del marinero. Desde la bodega llegaba el murmullo inconfundible de los rezos de la tripulación.

Al día siguiente el Capitán racionó la comida entre todos, mientras Jamona, despertaba junto con el dolor. Le encomendé que siguiera fumando opio y le llené los oídos de dulzuras.

Como si Dios hubiese necesitado un sacrificio para mover el vacío de la calma, comenzó a mandar un soplo, y otro, y las velas se levantaron junto con los ánimos. Tres días tardamos en encontrar una Isla para reabastecernos y reestablecer las fuerzas de los tripulantes. Pero lo más importante para mí, era que Jamona pudiera recuperar su vitalidad para luchar contra la posible infección.

La larga dieta y la operación, habían hecho de ella una mujer envidiable. Cuando comenzó a caminar, la ayudaba tomando su cintura, ella tenía que colgarse enganchando su brazo en mi cuello. Así caminábamos lentamente por la playa y yo pasaba los momentos más felices de mi vida. Me había enamorado y creo que ella también, pero era tal su agradecimiento que temía confundirme.

Llegó la hora de zarpar y la angustia se fue apoderando de mi cuerpo, atornillándose en mi pecho como para quedarse para siempre. El Capitán le cedió su camarote a Jamona por el resto del viaje. Lo hizo delante de todos, con solemnidad y agradecimiento. De lavandera, paso a ser la princesa de la Santa Trinidad, ya que la tripulación no la dejó trabajar más. El viaje final tuvo las noches de estrellas más nostálgicas de mi existencia. Los ojos de Jamona me pedían palabras, que yo, no me animaba a pronunciar. Hasta que una mañana el puerto apareció en el horizonte y todos disfrutaron de la algarabía, menos nosotros dos, que nos cambiábamos a hurtadillas nuestro propio desconsuelo.

José Ronaldo, más conocido por “El Portugués”, tenía algunas referencias de su prometida y entre ellas, no podía dejar de pensar en el voluminoso traste que le habían descrito en todos sus detalles. Había reformado el carruaje para que pudiese entrar sin inconvenientes. Por eso que cuando vio esta esbelta mujer, quedó perplejo y con miedo a equivocarse.

A Hortensia no le gustó la traza del portugués, demasiada pompa, galera y bastón. Ella era una mujer sencilla, pero además el amor se le había adelantado a bordo de la Santa Trinidad. Pero también era una mujer honesta y se sentía obligada a cumplir con su prometido.

Tal vez, si el portugués no hubiese tenido tan mal tacto, todo hubiera sido diferente. Pero sus primeras palabras fueron estas:

- Hortensia ¿Dónde están esas nalgas que han embarullado tanto mi cabeza?

- Pues se las han comido cada uno de los tripulantes de la Santa Trinidad.

El hombre cambió de color, y en su ignorancia apareció la ira y el desamor. Se dio la vuelta y antes de pisar el estribo, le gritó:

- ¡Pues yo no me he de casar con una puta! – y se fue.

Jamona intentó explicar, pero se arrepintió, volteando su mirada buscando el amor.

Pascual Marrazzo ©

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