Desde un día azul de invierno les envío "El estudioso" Un cuento para los amantes del turf, y para los que no, ésto le enseñará un poco de cómo funcionan las emociones dentro de un hipódromo. Además deja una enseñanza que tal vez hago mal en decirla: Más allá de las buenas patas de un burro, está el azar, el pálpito de los que no saben nada.
Un abrazo
Pascual
EL ESTUDIOSO
Mingo era adicto a los burros, le gustaban las carreras de caballos. En el ambiente del turf era muy visto, pero muy poco conocido. De perfil bajo, algo desprolijo, pero limpio, el Mingo se te plantaba en las retinas leyendo la rosa o
Su pasión por los pura sangre comenzó con sus primeros trabajos de adolescente, de cuando lo mandaban a varear los caballos al potrero de
La vida le pegó con los veinte años y Mingo tuvo que ir a cumplir con
Nunca jugaba favoritos, su placer estaba en descubrir algún tapado y cobrar un buen sport. Se lo veía en La Plata, Palermo o San Isidro, se lo notaba cuando ganaba, porque gritaba sin parar, hasta que no le daba más la voz:
- ¡No saben nada! ¡No saben nada! ¡Yo lo descubrí! ¡No saben nada!.
Los jugadores, los de las apuestas, seguramente pensarían que Mingo ese día habría ganado un vagón de plata y por su apariencia también, que en las próximas apuestas se la patinaría toda. Ellos no podrían entender que El Mingo, cuando no podía vencer a los favoritos, se conformaba con mirar la carrera y observaba correr hasta el último caballo. Eso sí, si saltaba alguna liebre, también sabía lamentarse:
- ¡Cómo no lo vi! ¡Cómo no lo vi!.
Con el tiempo, aquellos que lo llegaron a conocer a fondo y que compartían el vino y el café, lo usaban de consultor: -- Che Mingo, qué sabes de esta yegua que corre Lugrin. Entonces él respondía con una seña de aprobación, o le ponía mala cara desaprobando, otras veces le daba cátedra demostrando una memoria increíble. Lo cierto es que el Mingo era reconocido por la barra gracias a sus bastos conocimientos en el ambiente del turf.
Tenía un hermano que, vivía en el interior y que le conocía todas estas virtudes, aunque la que más valoraba era que no se enviciara con el juego, no le tirara por el lado de
En una de esas visitas se fueron al Hipódromo de La Plata, salieron temprano y viajaron en tren, comieron buseca en el famoso bodegón y llegaron para la tercera carrera. Su hermano le puso cincuenta y cincuenta a las patas de un caballo que no sólo ganó por varios cuerpos, sino que pagó ciento seis pesos a ganador. El Mingo compartió la alegría de su hermano y fue una fiesta. Pero el Mingo sabía que ese caballo no estaba para ganar y que no le habían apostado ni los dueños, en la última carrera se acercó al Jockey, un aprendiz llamado Luján y le preguntó:
- ¿Che, qué pasó?
El muchacho, que lo conocía bien, le contestó con cara de asustado:
- No sé, le afectó el viento en contra y empezó a remar, no lo pude parar.
En el viaje de vuelta el mingo disfrutaba la alegría de su hermano y el regalo de unos mangos que le venían muy bien, pero todavía no había desenredado la madeja que tenía en su mente y no tuvo más remedio que preguntarle:
- ¿Decíme una cosa, por qué le jugaste?
- No sé, me gustó el nombre, “Versado”.
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