jueves, 16 de julio de 2009

El estudioso

Hola lectores
Desde un día azul de invierno les envío "El estudioso" Un cuento para los amantes del turf, y para los que no, ésto le enseñará un poco de cómo funcionan las emociones dentro de un hipódromo. Además deja una enseñanza que tal vez hago mal en decirla: Más allá de las buenas patas de un burro, está el azar, el pálpito de los que no saben nada.
Un abrazo
Pascual


EL ESTUDIOSO


Mingo era adicto a los burros, le gustaban las carreras de caballos. En el ambiente del turf era muy visto, pero muy poco conocido. De perfil bajo, algo desprolijo, pero limpio, el Mingo se te plantaba en las retinas leyendo la rosa o la verde. Estudioso y memorioso, podía seguir a un caballo durante diez carreras y recordar en cada una de ellas la posición de largada, si había sido encerrado y en cada caso, quién lo había corrido, peso y sobrepeso, color de chaquetilla, tiempos, etc., etc.

Su pasión por los pura sangre comenzó con sus primeros trabajos de adolescente, de cuando lo mandaban a varear los caballos al potrero de la esquina. Tiempo en que los estudes se desparramaban en la zona de Martínez, lado sur del Hipódromo de San Isidro. El trabajo lo encariño con los matungos y los cuidadores veían con interés cómo el muchacho les preparaba la cama, les desvendaba pacientemente las cañas y los palpitaba cuando estaban próximos a correr. También los jinetes se interesaron en él y escuchaban con atención las pocas palabras que salían de la boca de Mingo – No le pegues mucho, porque se te queda – Hablale en la gatera si se pone muy nervioso – Si te encierran mandale las riendas que él busca de salir solo – Si se te abre a la derecha, apilate del lado izquierdo – Eso sí, no había manera de sacarle una palabra más, porque Mingo decía eso como al pasar, no te daba ni tiempo, ni lugar para hilvanar algo más.

La vida le pegó con los veinte años y Mingo tuvo que ir a cumplir con el servicio militar. Cuando volvió, el estud se había ido del barrio y cuando lo encontró ya no había lugar para él. Trabajó en una fábrica, en un comercio y luego se consolidó en una empresa que alquilaba máquinas, que tragando una moneda te entregaba música en los oídos. Mingo tenía que cambiarle los discos una vez por semana y ese trabajo que consistía en llevar una valijita en un colectivo o en tren le devolvió el tiempo que él necesitaba para estudiar y palpitar las carreras. Su magro sueldo no le impedía ir al Hipódromo, a él nunca le interesó el dinero, sino ganar. Se conformaba con el uno y uno (un boleto a ganador y uno a placé).

Nunca jugaba favoritos, su placer estaba en descubrir algún tapado y cobrar un buen sport. Se lo veía en La Plata, Palermo o San Isidro, se lo notaba cuando ganaba, porque gritaba sin parar, hasta que no le daba más la voz:

- ¡No saben nada! ¡No saben nada! ¡Yo lo descubrí! ¡No saben nada!.

Los jugadores, los de las apuestas, seguramente pensarían que Mingo ese día habría ganado un vagón de plata y por su apariencia también, que en las próximas apuestas se la patinaría toda. Ellos no podrían entender que El Mingo, cuando no podía vencer a los favoritos, se conformaba con mirar la carrera y observaba correr hasta el último caballo. Eso sí, si saltaba alguna liebre, también sabía lamentarse:

- ¡Cómo no lo vi! ¡Cómo no lo vi!.

Con el tiempo, aquellos que lo llegaron a conocer a fondo y que compartían el vino y el café, lo usaban de consultor: -- Che Mingo, qué sabes de esta yegua que corre Lugrin. Entonces él respondía con una seña de aprobación, o le ponía mala cara desaprobando, otras veces le daba cátedra demostrando una memoria increíble. Lo cierto es que el Mingo era reconocido por la barra gracias a sus bastos conocimientos en el ambiente del turf.

Tenía un hermano que, vivía en el interior y que le conocía todas estas virtudes, aunque la que más valoraba era que no se enviciara con el juego, no le tirara por el lado de la guita. Por supuesto, cada vez que llegaba, éste le pedía que lo acompañe al Hipódromo, no tanto por que le gustara, sino más bien para no arruinarle el día. De temperamento diferente, éste jugaba en todas las carreras y si bien lo hacía moderadamente, para el Mingo era una fortuna. Tal vez por eso mismo, se resistía a asistir a su hermano con algún dato, ya que no quería ser el causante de grandes pérdidas.

En una de esas visitas se fueron al Hipódromo de La Plata, salieron temprano y viajaron en tren, comieron buseca en el famoso bodegón y llegaron para la tercera carrera. Su hermano le puso cincuenta y cincuenta a las patas de un caballo que no sólo ganó por varios cuerpos, sino que pagó ciento seis pesos a ganador. El Mingo compartió la alegría de su hermano y fue una fiesta. Pero el Mingo sabía que ese caballo no estaba para ganar y que no le habían apostado ni los dueños, en la última carrera se acercó al Jockey, un aprendiz llamado Luján y le preguntó:

- ¿Che, qué pasó?

El muchacho, que lo conocía bien, le contestó con cara de asustado:

- No sé, le afectó el viento en contra y empezó a remar, no lo pude parar.

En el viaje de vuelta el mingo disfrutaba la alegría de su hermano y el regalo de unos mangos que le venían muy bien, pero todavía no había desenredado la madeja que tenía en su mente y no tuvo más remedio que preguntarle:

- ¿Decíme una cosa, por qué le jugaste?

- No sé, me gustó el nombre, “Versado”.

Pascual Marrazzo ©

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