sábado, 19 de septiembre de 2009

La carrera

Hola lectores
Desde un maravilloso día de invierno primaveral (Los fresnos ya están brotados)les envío "La carrera". Un cuento que enseña cómo se armaba un cochecito de carrera hace 50 años.La destreza de los niños de esa época. Tambien la base de cristandad que nos daban en el colegio y que influía para que los malos actos tuviesen peso en nuestras almas.La actitud solidaria del almacenero. La incomprensión de la Abuela y por último la reconciliación con el alma, cuando regala su auto.
Un abrazo
Pascual



LA CARRERA


Recuerdo cuando tomé la decisión de preparar mi propio auto de carrera: fui a comprar en el Tucu Tucu la cupecita Ford 38 de plástico anaranjado para recortarle los guardabarros como a los de Turismo de Carretera; sacarle las ruedas y poner los ejes al rojo para ampliar los agujeros hacia arriba, como una corredera. Llenarlo con masilla y dejarlo secar boca arriba en la terraza durante una semana de sol.

Mientras, buscaba unos rayos viejos de rueda de bicicleta, conseguía los de carrera que son de acero y le pedía a Doña Tota que era la enfermera del barrio, las tapitas de los frasquitos de penicilina para hacer las ruedas. Después, le pedía un elástico ancho a mi tía, que lo sacaba de alguna liga vieja y se lo colocaba debajo del autito. Como si fuesen los muelles de los ejes, conseguía así una buena amortiguación. Cortaba los ejes como para que me entren las cuatro ruedas de goma adelante (2 y 2) y seis atrás (3 y 3). Sólo faltaba ponerlo a punto y ver si podía hacer dos líneas de asfalto sin volcar y con poca comba. Si era satisfactorio, comenzaba el ritual de pintarlo y ponerle el número 1, todo con esmalte de uñas, los colores oscuros rayando carbón y yema de huevo para conseguir los claros.

La inversión había sido de 15 cts. Una semana de trabajo y las molestias que podía ocasionar.

Don Manuel, el almacenero había donado los premios: medio kilo de yerba, medio de azúcar y medio de galletitas a elegir para el primero y solamente galletitas para el segundo.

Yo había estado probando a la hora de “Poncho Negro” que no quedaba un solo chico en la calle y mi coche daba dos líneas y un poquito más, entre los cincuenta centímetros y el metro. Había un solo auto que superaba esa marca, era el de Fermín el hijo del carpintero, le había agujereado el techo y puesto un bulón para tener más peso.

Los chicos lo miraban correr con envidia y yo deseando que vuelque, porque el tornillo lo hacía más alto y cuando cruzaba la línea pegaba un buen salto.

La noche antes de la carrera fui con un cuchillo y levanté toda la brea de la línea por donde estaba acostumbrado a lanzar el Fermín y me fui a acostar con toda la culpa. Soñé que el auto de Fermín se volvía grande como un monstruo y me pisaba rompiéndome todo.

Era domingo y la carrera comenzaba a las diez de la mañana. Don Manuel repartió los números, a Fermín le toco el tres y a mí el ocho. Yo estaba pendiente del lanzamiento de él, que era el único que pasaba las dos líneas.

El auto de Fermín se desprendió de sus manos como para ganar, pero en la primera línea saltó y cayó medio cruzado, igual llegó a la segunda pero contra el cordón de la vereda.

Ahora sólo tenía que esperar y lograr un buen lanzamiento. Cuando llegó mi turno puse toda la concentración posible para no fallar. Todavía no habían podido superar a Fermín; afirmé la rodilla izquierda en el cemento y la otra un poco más atrás, planché una mano en el asfalto y lancé mi cupecita, que se portó como otras veces y superó las dos líneas con casi un metro y medio de más.

Cuando me levanté se me veía la rodilla derecha, en el esfuerzo había roto el pantalón y también había un poco de sangre, pero era muy poco para la felicidad que me embargaba.

Esperé tranquilo que uno a uno vayan lanzando sus autos, a sabiendas que mi marca era insuperable.

Don Manuel me preparó el premio y elegí los bizcochitos de grasa que le gustaban a mi Abuela con el mate.

Entré a la casa y puse todo en la mesada para darle una sorpresa; cuando salía de la cocina mi Abuela me encaró con las dos manos en la cintura: -- ¡Mirá! como te has roto ese pantalón ¿Con qué vas a ir a la escuela mañana?

Y ahí nomás me dio una paliza y me mandó a la cama. Desde mis lamentos y la oscuridad y ya cansado de tanto llorar, pensaba que al menos el Fermín estaba disfrutando de las galletitas y la culpa se me agrandaba en el pecho.

Después, entre sueños, pude escuchar a mi Abuela que decía: -- “Era hora de que el novio de la Cuca aportara algo para el mate”.

Supe entonces que las macanas se pagan, la abuela ignoraba que había sido yo quien dejó las galletitas y Juré que le iba a regalar mi auto al Fermín.

Pascual Marrazzo ©

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