Hola lectores
Desde un día azul de verano, les envío "El caballo del catalán" Hay pasajes de nuestra vida que nos enfrenta al misterio, donde no hay respuestas acordes a lo racional. Es ahí donde aparecen estas historias, donde el escritor no crea, ni inventa, sólo copia.
Un abrazo
Pascual
EL CABALLO DEL CATALAN
El caballo salió de la oscuridad y apareció en el medio de la ruta. Fuimos aminorando la marcha, lo bordeamos con el auto a paso de hombre y ni se movió.
No era un caballo más (de esos que se escapan de los campos) estaba ensillado.
- Si lo dejamos ahí, lo van a pisar – me comentó José.
- Saquémoslo, parece manso – le contesté.
Arrimamos el vehículo a la banquina y bajamos. José lo tomó de las riendas y ahí nos dimos cuenta de que no estaba solo. Tenía un acompañante, que nos comenzó a ladrar.
Lo atamos al alambrado, lejos del aullido de los camiones y en un lugar con bastante pasto. Quedó tranquilo y seguimos viaje con la pregunta en el silencio de nuestras mentes.
- No sería de extrañar que encontremos al paisano mamado en algún lado del camino – dijo José.
- Es raro que el caballo lo haya abandonado – le contesté.
Después hubo un rato de silencio donde nuestros ojos escudriñaban las banquinas en busca de un cuerpo.
- A lo mejor está remamado en algún boliche y el caballo se le espantó buscando la querencia – dijo José como pensando en voz alta.
- ¿Y el perro? No, el perro no abandona a su dueño... y el caballo tampoco, descártalo - le dije.
Seguimos devorando ruta, silencios y banquinas con el misterio aprisionado en la entendedera.
Cuando llegamos a la caminera de Lujan, donde nace el acceso oeste, paramos y le di el parte al oficial de turno. Pero después de darle los detalles, el encuentro y el lugar, las señas del perro y el matungo ensillado; el oficial me contestó casi sonriente:
- No se preocupe, es el caballo del Catalán, ya le aviso al patrullero para que lo vayan a buscar.
Volví sorprendido al auto. Tanto mejunje que nos habíamos hecho en la cabeza por algo que parecía tan habitual.
Se lo comente a José y no se habló más del asunto en el viaje. Después, cuando llegamos a Buenos Aires, hicimos algún comentario, pero nada más. Se nos había escapado el enigma con la actitud policial. No había más misterio, el caballo tenía dueño y era conocido del lugar.
Estuvimos un par de días en Buenos Aires, como para asistir a un velorio, José siguió para Santa Fe y yo me tuve que volver al sur.
En el viaje, que ahora hacía de día, no pude dejar de observar con más atención el lugar donde dejamos el matungo. Volver a las imágenes acontecidas y al repaso de los recuerdos.
Tenía que ir atento porque tenía que entrar en Jáuregui a vender una rastra de discos y tenía un plano en base a carteles y señas de paisano. Se trataba de Don Segundo Paredes, dueño de uno de los pocos campos importantes que quedaban en ese lugar.
El casco de la estancia era sencillo, argentino, no tenía resabios europeos como la mayoría de nuestros campos. El mismo Don Segundo, haciendo alarde de su destreza; sin desmontar del tordillo, me abrió la tranquera.
Nos dijimos palabras saludadoras y luego le fui mostrando los catálogos de todos los implementos hasta que se me fue la ansiedad del encuentro y pude rastrear con la mirada los alrededores, el patio y los corrales.
Verlo y sentir galopar el pecho al mismo tiempo fue la primera impresión. El caballo del Catalán y el perro estaban ahí, en el patio.
- ¿Le gusta mi hacienda? – me preguntó Don Segundo.
- Estaba mirando el caballo maneado que está con el perro.
- Ah, el caballo del Catalán.
- Sí, el mismo ¿Quién es el Catalán? – le pregunté.
- El Catalán es un difunto – me dijo sin bromear.
- ¿Cómo, un difunto?
- Mire los puebleros no entienden, pero en el campo pasan muchas cosas que sólo tata Dios sabe y hay que creer o reventar mi amigo: Por alguna razón, el ánima del Catalán sigue montada y no cambia las mañas, donde le desmaneo al animal, se me escapa el muerto al boliche. Tres, hasta cuatro horas sabe estar, igual que antes y güelven los tres de la fiesta, como siempre, al tranco del mamáo.
No me animé a contarle a Don Segundo nuestra aventura, pero sí me imaginaba las puteadas del muerto cuando José lo dejó atado al alambrado. Claro que esto me lo guardaba como un chiste porque ni borracho me iba a comer esta historia. Que la escuche con respeto, es otra cosa, pero de ahí a creerla hay un largo trecho.
Creo que Don segundo se dio cuenta de lo que yo pensaba, así que dándome una palmada me indicó:
- Venga conmigo y va ver que no le miento.
Yo le decía que le creía, pero él me llevó igual. Le desató las manos al animal, le anudó las riendas a la altura de las crines y me dijo.
- Aura va ver.
Yo ya había razonado y daba por sentado que el animal había tomado el hábito de ir y venir como si el finado estuviese vivo. Así que no me extrañó, ni el ladrido del perro moviendo la cola, ni la prestancia del animal para dar la vuelta y rumbear como si estuviese montado. Pero lo que pasó después, no sé si lo hizo a propósito o se dio. Pasó por debajo del aromo, achicó el paso y vi como una rama floreada se arqueaba y quedaba temblando, al paso del difunto.
Pascual Marrazzo ©
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