Desde un día azul de verano, les envío "El baile del Confluencia" Un cuento breve que alarga la vida.
Un abrazo
Pascual
EL BAILE DEL CONFLUENCIA
El anciano sentado en el banco de la plaza le daba de comer a las palomas; con movimientos temblorosos sacaba el maíz de un cono de diario y disfrutaba del revoloteo. Esta alegría la reinstalaba con la misma fuerza de la juventud y le servía de bálsamo contra los dolores del reuma.
No era hombre de vivir de los recuerdos, pero ¿Cómo se olvida lo inolvidable? ¿Cómo se dejan de hacer por impulso algunas cosas? Es extraño que con tantos años a cuestas se hiciera tantas preguntas sin respuestas.
De pronto recordó que tenía que cobrar la jubilación y le pidió al gran titiritero que lo ayude a cruzar la calle. Los hilos movieron sus huesos y le hicieron llegar el dolor de los músculos débiles. “Eso es bueno” (pensaba él) “me hace sentir que estoy vivo” y le sonreía a los demás, al mundo.
Pronto se encontró en la larga cola de malhumorados abuelos, como si en aquellas rectangulares ventanillas, más que un sueldo, esperasen la parca. Pero él, abrazaba la vida con pasión y tenía muy claro que la copa de felicidad sólo desborda con el amor.
Le habían dicho que una buena manera de sentirse joven era no juntarse con los viejos, pero cómo evitar las colas o los viajes con descuentos del PAMI, o las salas de espera de los médicos de cabecera. Así que lo mejor era superar estos encuentros con una alta dosis de juventud, actuar igual que en el teatro de las tablas y robarle la juventud a los recuerdos. Con una sonrisa dibujada se acercó al sexo ¡Oh! puesto delante de él y sin demasiados preámbulos le preguntó: --¿Le gusta el baile? La mujer no le iba a contestar, pero al verlo con esa cara de sonsera feliz le dijo: Claro que me gusta, lo que pasa que no me dan las tabas. –A mí tampoco, pero bailo igual. –No, pero yo no aguanto. –¿Por qué no se pone zapatillas? –Cómo voy a bailar con zapatillas, usted está loco. –Hay que copiar a los jóvenes, todos bailan en zapatillas. –Pero yo soy una vieja, voy a quedar ridícula. –Mire, yo leí una frase muy linda que decía: “Cuando todos se rían de mi, yo me reiré con una sonrisa más amplia, pues ellos son muchos más”. ¿Qué le parece? –Me parece bien, pero yo zapatillas no me pongo. Bailar un tango en zapatillas es un pecado. – ¿No me diga que es milonguera? –Era, no me perdía un solo sábado.
A partir de estas últimas palabras, el diálogo se hizo interminable, cobraron la jubilación, y fueron a tomar un café. Hacía mucho tiempo que a ella no le acomodaban la silla, ni le ayudaban a sacarse el tapado, ni le abrían la puerta de un bar. La mujer comenzó a interesarse por este personaje hablador, que la trataba como a una novia.
El anciano todavía percibía el momento adecuado y no tardó mucho más en invitarla a bailar. Ella le iba a contestar que no, pero solamente le comentó que ya no había lugar para ellos. Entonces él le contó que en el Club Confluencia se hacía una cena por mes, se bailaba como antes y que iba gente más vieja que ellos dos. Que iba a ser un honor para él llevarla de compañera.
A la mujer no le faltaban ganas, pero no se animaba,”Este hombre parece un espantapájaros” se decía. Pero al final aceptó.
Llegó el día y mezclados entre los bailarines, cada uno hizo lo que pudo. El espantapájaros tomó vida y colgado de los hilos fue ganando un espacio de felicidad que fueron atesorando entre los dos. Ella siguió como pudo el ritmo que no se olvida, ese que se copia del corazón. Fueron tres o cuatro horas robadas a su antigua juventud.
Los dolores del domingo parecían caricias del recuerdo de una noche inolvidable.
Ahora se los sabe ver a los dos, dándole de comer a las palomas, yendo a cobrar la jubilación. Siempre esperando el próximo baile del Club Confluencia.
Pascual Marrazzo ©
No era hombre de vivir de los recuerdos, pero ¿Cómo se olvida lo inolvidable? ¿Cómo se dejan de hacer por impulso algunas cosas? Es extraño que con tantos años a cuestas se hiciera tantas preguntas sin respuestas.
De pronto recordó que tenía que cobrar la jubilación y le pidió al gran titiritero que lo ayude a cruzar la calle. Los hilos movieron sus huesos y le hicieron llegar el dolor de los músculos débiles. “Eso es bueno” (pensaba él) “me hace sentir que estoy vivo” y le sonreía a los demás, al mundo.
Pronto se encontró en la larga cola de malhumorados abuelos, como si en aquellas rectangulares ventanillas, más que un sueldo, esperasen la parca. Pero él, abrazaba la vida con pasión y tenía muy claro que la copa de felicidad sólo desborda con el amor.
Le habían dicho que una buena manera de sentirse joven era no juntarse con los viejos, pero cómo evitar las colas o los viajes con descuentos del PAMI, o las salas de espera de los médicos de cabecera. Así que lo mejor era superar estos encuentros con una alta dosis de juventud, actuar igual que en el teatro de las tablas y robarle la juventud a los recuerdos. Con una sonrisa dibujada se acercó al sexo ¡Oh! puesto delante de él y sin demasiados preámbulos le preguntó: --¿Le gusta el baile? La mujer no le iba a contestar, pero al verlo con esa cara de sonsera feliz le dijo: Claro que me gusta, lo que pasa que no me dan las tabas. –A mí tampoco, pero bailo igual. –No, pero yo no aguanto. –¿Por qué no se pone zapatillas? –Cómo voy a bailar con zapatillas, usted está loco. –Hay que copiar a los jóvenes, todos bailan en zapatillas. –Pero yo soy una vieja, voy a quedar ridícula. –Mire, yo leí una frase muy linda que decía: “Cuando todos se rían de mi, yo me reiré con una sonrisa más amplia, pues ellos son muchos más”. ¿Qué le parece? –Me parece bien, pero yo zapatillas no me pongo. Bailar un tango en zapatillas es un pecado. – ¿No me diga que es milonguera? –Era, no me perdía un solo sábado.
A partir de estas últimas palabras, el diálogo se hizo interminable, cobraron la jubilación, y fueron a tomar un café. Hacía mucho tiempo que a ella no le acomodaban la silla, ni le ayudaban a sacarse el tapado, ni le abrían la puerta de un bar. La mujer comenzó a interesarse por este personaje hablador, que la trataba como a una novia.
El anciano todavía percibía el momento adecuado y no tardó mucho más en invitarla a bailar. Ella le iba a contestar que no, pero solamente le comentó que ya no había lugar para ellos. Entonces él le contó que en el Club Confluencia se hacía una cena por mes, se bailaba como antes y que iba gente más vieja que ellos dos. Que iba a ser un honor para él llevarla de compañera.
A la mujer no le faltaban ganas, pero no se animaba,”Este hombre parece un espantapájaros” se decía. Pero al final aceptó.
Llegó el día y mezclados entre los bailarines, cada uno hizo lo que pudo. El espantapájaros tomó vida y colgado de los hilos fue ganando un espacio de felicidad que fueron atesorando entre los dos. Ella siguió como pudo el ritmo que no se olvida, ese que se copia del corazón. Fueron tres o cuatro horas robadas a su antigua juventud.
Los dolores del domingo parecían caricias del recuerdo de una noche inolvidable.
Ahora se los sabe ver a los dos, dándole de comer a las palomas, yendo a cobrar la jubilación. Siempre esperando el próximo baile del Club Confluencia.
Pascual Marrazzo ©
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