sábado, 8 de agosto de 2009

El torcidito

Hola lectores
Desde un día de luna impresionantemente gorda, brillante y mañanera. De cielo azul y brisa helada. Les envío "El torcidito" Un cuento lleno de tragedia y encanto, donde la metáfora corre a la par. Un abrazo y un feliz fin de semana.
Pascual



EL TORCIDITO



Aquella larga noche la amé y la odié, nunca nos habíamos visto la cara en todo ese tiempo; ya que dormíamos del revés y separados por una cortina de fino papel. Cuando vimos la luz y nos sacaron de aquella caja, yo le pregunté:

- ¿quién sos piba?

- “soy el zapato derecho” – me contestó ella.

- ¿Y vos?

Le estaba por contestar, pero me levantaron y me calzaron en un pie entalcado que abracé ávidamente. Ahora un cayo se empeñaba en descoser una de mis costuras, pero resistió.

No pasó mucho tiempo cuando ella apareció a mi lado, calzada y movediza, se miraba en el espejo de uno y otro lado. Yo quedaba fijo en el piso, haciendo de apoyo.

- Hola ¿Me lo vas a decir? – me volvió a preguntar.

- Claro que te lo voy a decir: soy el torcidito – le contesté.

- ¿No serás el izquierdo?

- No piba, yo bandeo por la izquierda porque soy macho, pero me tocó esta chueca y ando ladeo.

- ¿Por qué te haces el porteño, si nos fabricaron en Rosario?

- Porque me curtieron en avellaneda piba, al lado del riachuelo.

- Con razón tenés poco brillo.

Le iba a contestar una guarangada, pero me contuve porque en realidad, me moría de ganas por tenerla nuevamente abrazada. Así que me mandé sin paracaídas

- Sabés que te quiero, por eso me tratas así.

- Yo también te quiero, pero sos un cabrón.

Ella también fue directa, en cambio la mujer que nos guiaba estaba al borde del otoño y buscaba compartir primaveras, como si estas pudiesen caer del cielo. Fuimos cruzando la plaza de San Pedro entre las palomas que desperezaban sus plumas y llenaban sus huesos con el aire puro de la mañana. Nuestra dueña sentía el rigor de nuestros cuerpos nuevos y se sentó a escuchar la música de la banda y la actuación de los mimos. Era la primera vez que estábamos suela a suela y tacto con taco.

Cuando el acto terminó, tuvimos que levantarnos y correr por la ciudad sin mirar atrás. Sentíamos como se aceleraban los latidos de la mujer al subir las escaleras, como se descalzaba y nos dejaba (por suerte) enredados en la alfombra. Había dejado el viejo paraguas apoyado en el hueco del placard, pero este se abrió igual, a modo de premonición. También nos alertaron las palabras de ella, cuando al caminar por la alfombra dijo: -- “Caminaré sobre el mar como Alfonsina”. Sin duda sabría que se iba a morir antes de acostarse.

Con un paraguas abierto y un fiambre en la cama, nos resultó difícil concentrarnos para disfrutar de nuestro amor, pero lo hicimos igual, acompañados por la tibieza que nos había dejado la finada.

Fuimos a parar al cajón, no al del placard, sino al féretro, ya que era tan compadrona, que al morir le pusieron los zapatos. Mejor dicho, le abrigaron los pies con nuestros cuerpos y les aclaro que no fue fácil aceptar que nos tapasen con la mortaja. Pero nos queríamos tanto, que nos emborrachamos con el perfume de las flores, el cuero y la suela. Sin pensar mucho en lo que vendría, porque la vida es ahora y no da tregua.

Después de todo, la vida es tan corta, que es bueno, buenísimo, comer, beber y todos los verbos terminados en er... Hasta la tumba.

Pascual Marrazzo ©

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