Hola lectores
Desde un día azul de invierno les hago llegar a "El ángel guardián". Un cuento de invierno y nieve, regional. Demuestra la inocencia de los niños y la presencia de Dios en todas partes.
Un abrazo
Pascual
EL ANGEL GUARDIAN
Luis tenía la habilidad de escribir su nombre en la nieve con el orín de su propia vejiga. A mí siempre me faltaba la “o” de Francisco, hasta que descubrí que podía completar Pancho.
Después de bautizar el inicio del camino de nuestro descenso nos zambullíamos con nuestras tablas. Jugábamos a pasar rozando a los esquiadores novatos para darles miedo o nos hacíamos los tontos para atropellarlos. Lo cierto es que nos divertíamos rompiéndole las pelotas a los demás.
Nadie sabía de nuestras andanzas y nuestros padres nos tenían por ejemplo porque nosotros contábamos mentiras, rescates de niños, etc..
Un día, para variar, nos salimos de la pista y nos internamos en el bosque, el encanto nos entretuvo en un largo paseo y cuando reaccionamos estábamos perdidos.
El sol se había escondido y las sombras se hicieron noche. Los vientos aulladores se nos arremolinaban alrededor y la nieve inquieta y desconcertada, no terminaba nunca de posarse.
Creo que nos pusimos a llorar al mismo tiempo y comenzamos a pensar como pecadores. Prometimos que no mearíamos más en la nieve y que no molestaríamos más a los turistas. Memorizamos en voz alta una larga lista de travesuras e imploramos a los gritos una señal para el camino de regreso.
El sonido de un aleteo intermitente llegó a nuestros oídos. Pensamos que el Señor nos había escuchado y nos pusimos en marcha. De tanto en tanto caíamos y nos quedábamos abrazados al calor que quedaba en nuestros cuerpos, semienterrados con los labios morados bajo una mortaja puntillosa, hasta que el aleteo de nuestro Ángel nos volvía a indicar el sendero.
Varias veces pensamos en abandonarnos, gastar nuestra última energía en un abrazo eterno, pero siempre el alado sonido nos conmovía con su insistencia y nos daba la esperanza necesaria para encontrar nuevas fuerzas.
Casi arrastrándonos llegamos al patio de una cabaña. Hubiéramos despedido ahí nuestras vidas si no fuera por el Ángel que agitaba sus alas casi arriba de nuestras cabezas.
Entonces lo vimos por primera vez. En el tendero colgaba un harapo que sacudía y golpeaba sus palmas de lona con gestos espasmódicos provocados por el viento.
Pasó mucho tiempo desde aquella peligrosa aventura de niños. Sin embargo, cuando alguien alude a que Dios está en todos lados, yo recuerdo patente el harapo colgado del alambre.
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