viernes, 16 de octubre de 2009

La mujer asustada

Hola lectores
Desde un día azul de primavera, les envío "La mujer asustada" un cuento breve, policial, que denuncia la inseguridad de estos tiempos y si tienen olfato policial, encontraran otras señales. Que tengan un feliz fin de semana. Entren a mi blog: http://tienetintatutintero.blogspot.com
Un abrazo
Pascual



LA MUJER ASUSTADA



Estaba vestida de rojo y negro, colores que siempre me hacían recordar a la famosa novela de Stendhal. Era extremadamente elegante, tuve la suerte de probar su simpatía y esa voz de mujer que no daña. Tenía unos ojos profundamente oscuros y a todo este pequeño espacio de vida había que agregarle la palabra amor. La dijo ella recriminando al sexo, y claro, quedé turbado: dos palabras claves pronunciadas en tan corto tiempo.

El encuentro había sido en un supermercadito Chino, fue muy casual y la conversación comenzó cuando fuimos a elegir el pan:

“La única diferencia es que éste viene cortado” – me dijo.

“Entonces voy a llevar el más barato” – le contesté.

Todavía no puedo entender, ni recordar, cómo se fue gestando una charla tan profunda, pero lo cierto es que me dijo algo así, o parecido:

“No puede ser, ahora es todo sexo, del amor ni se habla”.

“Sí, sí, claro, pero no hay que tomarlo tan a la tremenda” – le contesté.

Después de este cruce de palabras hubo una interferencia, creo que llegué a la caja sacando mi billetera del bolsillo trasero de mi pantalón, pero no me hice problemas porque la esperaría para seguirla disfrutando. La suerte no me acompaño, abrieron otra caja y ella la tomó. Vi como salía delante de mí, no era propio llamarla, pero tal vez afuera en la calle. Tomé mis bolsas, apuré el paso todo lo que pude, pero cuando me asomé a la vereda, había desaparecido.

Era de pensar que su puerta estaba a no más de veinte metros a la derecha u otro tanto a la izquierda. La distancia que me separaba de ella, quizás, fuera ahora más vertical que horizontal.

Pasaron un par de días y a la misma hora me paseaba por ahí, para ver si se repetía el encuentro. Pero nada, no podía entenderme a mí mismo, ¿cuánto interés le estaba poniendo?, ¿cuál era el motivo, sería algo que me dijo?

Trataba de recordar, encontrar una pista; “Yo me quedo en mi departamento, trato de bajar lo menos posible, esto no es vida, aquí en Buenos Aires la gente está loca” Se había recluido por algún percance. Pero bueno, a mí que me importaba.

Volvía a mi cabeza en forma de pregunta: “¿Cómo se llama su libro?” Los Ojos de la Cerradura – le contesté. Pero no lo va a encontrar en las librerías, soy un escritor del interior, estoy en la feria del libro porque mi provincia puso un Stand.

“Bueno uno nunca sabe” – me contestó.

Recuerdo que le dije que cuando yo vivía en Buenos Aires tampoco lo podía soportar, llegaba a mi casa con la nariz llena de hollín y las camisas con el cuello negro. Que nadie me pidiera de venir al centro a ver un espectáculo, porque tenía un rechazo natural a volver. Que en cambio ahora lo podía aguantar, porque venía de visita. Ella no hacía más que afirmar y en eso me preguntó: “¿Y en qué lugar de Buenos Aires vivía usted?” “En Martínez” - le contesté.

“Ah, pero Martínez es otra cosa” – me dijo.

“SI, es otra cosa, pero yo trabajaba aquí, en la capital” – le señalé.

“Que quiere que le diga, aquí hay un malandraje que da miedo, ya no se puede salir a la calle”.

Me pareció que la tenía que rescatar de los miedos, las cosas no estaban bien, pero era evidente que exageraba. A tal punto que no se arriesgaría a cruzar la calle si seguía pensando de esa manera. Me pareció que debía intentar hacerla cambiar de actitud, invitarla a tomar un café. Pero ella se evaporó y quedó manejando mi mente de una manera increíblemente activa.

Pasaron unos días y me fui olvidando del asunto. Había entrado en una especie de costumbre; de hacer lo mismo de tal hora a tal hora y cuando me tocó estar en el restaurante de la esquina, sucedió:

Eran tres hombres y una mujer. Los cuatro enmascarados y con evidentes peluquines, se fueron desparramando por las mesas encañonando a los clientes, que, sorprendidos y a la vez resignados iban entregando sus cosas de valor. A mí me tocó la mujer, que levantándome con el caño del revolver en el mentón, me quitó la billetera del bolsillo de atrás del pantalón, sin revisar ningún otro lugar. No habló una sola palabra, pero sus ojos profundamente oscuros me volvieron a mirar.

Pascual Marrazzo ©

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